miércoles, 13 de noviembre de 2013

El almita o monjita

El Noroeste argentino tiene como habitante a un ave pequeña y blanca, que vuela en soledad por el cálido aire norteño. Nunca se la ve en pareja o con más aves, su destino es volar sin compañía. El canto triste del Almita remeda las plegarias y oraciones susurradas en voz baja. La llaman también Monjita por su andar solitario y su tímido piar.

Según la región Argentina en la que se encuentra, recibe distintos nombres, ya que, si bien su hábitat natural es el Norte, también la encontramos en las regiones Cuyana y Central del país como: Viudita, Nievecita de los Andes o Boyerito Blanco.
Dice Joaquín V. González en Mis Montañas que la gente de los cerros es poética y sensible, por eso ha indagado en la historia de este pajarillo melancólico. Ella fue una joven enamorada de un imposible, de un hombre celestial.

Mucho tiempo vivieron juntos, con un amor puro y místico, entre canciones apasionadas y paseos junto a los arroyos, bajo la protectora sombrea de los aromos.
Una tarde de primavera él comenzó a ponerse triste y pensativo, abandonando los momentos de sublime amor con la joven. Mientras contemplaban desde un cerro el sol que se escondía entre las nubes, oyó el joven una extraña música penetrante que parecía provenir de un templo aéreo; sintió un fluido mágico corriendo por su sangre, se vistió de plumas y fue pájaro...emprendió vuelo, guiado por la música.
  Cuando la mujer despertó del sueño que le había impedido ver la transformación de su amado, y finalmente se encontró sola, rompió en un llanto desesperado. Corrió a buscarlo en el fondo de los precipicios y dentro de los arroyuelos; trepo hasta el monte más alto para descubrirlo en los horizontes más remotos, pero no lo hallaba. Sus gritos desesperados y sus llantos rompían el silencio del paisaje, no cesaba en el intento y seguía invocando al amor perdido.
  Paso la noche recorriendo las cumbres e implorando a los dioses por la aparición del joven. Extenuada, cayó bajo la protección de un lapacho, que le había ofrecido un manto natural de flores rosadas. De allí, al día siguiente se levanto una avecilla blanca que en sus alas llevaba una cina negra, como símbolo de su eterna despedida. Desde entonces vaga por los pueblos, asentándose sobre los imponentes cardones para escudriñar el fondo de los valles y quebradas, esperando descubrir todavía, en algún cerro, a su amado fugitivo.

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